martes, 8 de enero de 2008

Capítulo IV: La manilla


Mientras esperaba al viento, y a falta de un cigarrillo, no tuve otra opción que dejarme llevar por la tentación de cerrar mis ojos.

A través del párpado de mis ojos cerrados puedo ver una escena totalmente distinta. Claramente puedo definir un espacio amarillento y largo, infinito; arropado de un cielo gris. Es un desierto. Abajo, tirado como un guiñapo, noto la figura de lo que podría ser un ser humano que ha estado ofreciendo su cuerpo a los buitres desde hace ya unos días. Más que un ser humano, parecía un muñeco de trapo cuyas telas bailan mordisqueadas por las alimañas y el viento.
Lo puedo ver mejor. Definitivamente es un hombre. Su aspecto me da la idea de su olor. La arena lo arropa poco a poco, degustando el bocadillo antes de tragarlo entero. A mí nunca me ha gustado esperar mucho por las comidas, solía comerlas a toda velocidad, como si fuera la última. Muchas veces intenté lo contrario. Saborear cada bocado, pensar y hacer el viaje imaginario por todos los lugares por los que ha pasado ese alimento antes de llegar a mi boca; pero mi lengua estaba siempre tan ansiosa que nunca podía llegar ni a la segunda estación de dicho viaje. Me comí mi vida demasiado rápido, pensé en ese momento. Pero ¿Estoy muerto?
Él no lo está. Mueve sus brazos. En primera instancia pensé que era alguno de esos reflejos involuntarios que hacen los muertos, de los que me llego a hablar una amiga médico que tuve. Pero no lo eran. Su brazo se levantaba de su sueño, lentamente, para buscar apoyo en la arena. Al lograr tal, su musculatura se puso en funcionamiento y levantó, con un brazo, parte de su torso. Luego, moviendo el otro brazo al mismo tiempo que apoyaba la rodilla derecha, logró tener el soporte para sostener su cuerpo. Con un movimiento de la pierna izquierda logró apoyar el pié, así que quedó medio arrodillado, dejándome ver su rostro.
En realidad no puede ver nada, pues su rostro estaba cubierto por una especie de máscara con una boca bestial, de infinitos colmillos. Lo único visible eran sus ojos. Sus taciturnos y filosos ojos amarillentos, que dispararon una mirada infinita al horizonte. El hombre se ha levantado, como lo hacen los borrachos, y la arena lo suelta no sin antes acariciar cada lugar que tocan sus granos, como los dedos de la amante que no quiere soltar a aquél que se despide por la mañana, antes del desayuno. Realmente pensé que el hombre estaría ebrio, entre tanto tambalearse, y con ese extraño disfraz de harapos y cabello de pájaro. Parecía un mal cruce entre pájaro de muerte y ser humano, como sí los buitres, al venirle a comer, hubiesen ganado derecho a habitar su cuerpo.

Aún tambaleándose, empieza a caminar hacia delante. No hay otra manera de caminar, supuse. Voltear a cualquiera de los lados hubiese supuesto un gran esfuerzo, que pudiese devolverlo a los brazos del desierto; voltear hacia atrás era aún más impensable, con la apariencia que tenía, sus huesos se podían deshacer en el movimiento giratorio. Sin embargo, medio cadáver y todo, siguió caminando. Hasta daba la ilusión de ganar más velocidad con cada paso, y cada paso dado con más obstinación y terquedad. Cansaba el solo verlo ahí, tumbándose a la arena a no ser porque a cada casi caída, una pierna lo salvaba. Era un baile de salvaciones intercaladas. Sí, parecía estar ganando velocidad con cada casi caída.
Ganaba velocidad, efectivamente lo hacía. Ya cada paso parecía querer clavarse en la tierra como las raíces de un árbol que encontró un nuevo hogar, y con la misma prontitud se separaba del polvo del desierto, dejando atrás, a cada paso, la explosión de la terca arena tratando de agarrarse de sus botas. Sus brazos, que habían permanecido como el péndulo de un reloj, a la intemperie del tiempo de su caminar, empezaban a ayudar a su equilibrio, flexionándose de vez en cuando. Sin embargo, parecía estar esperando ese momento. Justo al ganar el equilibrio necesario para caminar adecuadamente, se lanzó a correr torpemente. Pensé que caería a las dos primeras zancadas, abiertas y rudas, pero de nuevo sus piernas intervinieron en su segura caída. Ahora corría con más movimientos de los necesarios, pero con los movimientos justos para que su endeble cuerpo pudiera ganar más velocidad.

Me sorprendió que su delgadez no se viese más evidenciada apenas grandes retazos de negra tela empezaron a caer de sus ropas. Su desnudez revelaba un traje de mejor costura, como si al dejar los retazos negros evolucionara su vestimenta, de un montón de pelambre mordisqueado por el tiempo, a un traje bizarro pero con cierto aire de finesa y ligereza. Sí, ahora, con esa apariencia, corría más rápido y, hasta podría decirse, alcanzaba un halo de elegancia.
Era en verdad elegante, fino y veloz. Era una sombra negra, una bruma de ébano, un silbido oscuro atravesando el desierto. La arena se levantaba a su paso, el viento lo acompañaba fielmente. Parecía correr con la única intención de alcanzar al horizonte antes de que se acabara su vida, así que corría con sobrehumana rapidez, pues, tal como sabemos, el horizonte queda muy lejos. Cada paso dado dibujaba la idea de que no iba a parar jamás en su vida, correr era la vida y no habría otro sentido. Esto hubiese pensado si en ese momento no se hubiese detenido en seco, mirado al suelo, y recoger un objeto punzo cortante negro, como él. Era una espada, que recordaba los picos de las aves de rapiña, que ahora se movía cómodamente en su mano. Una vez acostumbrado al objeto, empezó a correr de nuevo.

Más, y más. No había límite en el crecimiento. Sí un paso era dado en un segundo después del otro, entonces el siguiente sería dado en cero punto noventa y nueve segundos, y el siguiente en cero punto noventa y ocho, y así, hasta hacerte creer que, de seguir, podría perderse en la eternidad del segundo cero y efectivamente ser una sombra. ¿Era eso lo que quería? ¿Ser una sombra? ¿O ya era una sombra? ¿De qué era una sombra? ¿De qué huye una sombra? O… ¿Qué persigue una sombra.

Se detuvo. Definitivamente se detuvo. Respiró agitado. Respiró vivo. Qué distinto al ser que, entregado a la arena, abrazaba el umbral de la no existencia. Puso sus manos violentamente en su garganta, como si tratara de ahorcarse… no, como si tratara de no ahogarse. Sin embargo, desde mi punto de vista, no podía saber qué lo podría estar ahogando. Afortunadamente no tuve que esperar mucho tiempo. Vomitó. Una espesa masa negra, fluida, larga, empezó a abandonar su boca. Sí. Efectivamente. Estaba vomitando su máscara.
Ya cuando no tenía más que los restos de un líquido negro cubriendo la parte baja de su rostro, pude ver su boca. Ésta se abría y cerraba, adquiriendo aire como, aparentemente, no lo hacía desde hace mucho. Ahora sonreía. Levantaba su espada, señalaba con ella al cielo, y la dejó caer en el suelo, en la arena, causándole una herida profunda, de la cual empezó a sangrar el desierto las flores que había tragado, el pasto que había consumido, los árboles que se perdieron en la memoria de miles y de ninguno. Sí, estaba vivo. Yacía sonriendo en un desierto herido de, sí, no puede ser de otro modo, primavera.

Como si fuera el mismo desierto herido, mis ojos se abrieron. Creo que habían vuelto los colores, ahora sí, plenamente; sin embargo no podía estar seguro porque la noche que me abrazaba era oscura y profunda. De no ser porque, debajo del barco, se sentían las olas pasándose a la nave como un cantante popular en las manos del público en un concierto, hubiese pensado que era la misma noche el mar por el cual el barco navegaba. El viento ya estaba aquí, y trajo consigo un olor a lluvia hecha de sepia.